PATIOS,

PASILLOS,

Y AULAS

DE AZULEJOS

Una mañana fresca y soleada, tras regresar de ese verano interminable de la infancia, traspasé el portón negro del muro exterior de ladrillo rojo de Areneros.

Me mezclé con la algarabía de decenas de niños que como yo, entrabamos, entre curiosos y asustados de la mano de nuestras madres. Era el comienzo de una nueva etapa de nuestras vidas: Nuestro primer día de colegio.

Los flamantes libros, el “cabás” la camisa con las puntas del cuello indomablemente levantadas, el jersey de lana con coderas por el que se escapaba la camisa asomando por debajo al menor movimiento…toda ese colorido en marcha por todo el patio de la entrada de Areneros contrastaba con las negras sotanas y decoraba aquella vivencia nueva llena de incertidumbre.

Sin casi darme cuenta solté la mano de mi madre, me volví para decirle adiós y de un salto me adentré en ese conjunto de caras desconocidas con flequillo. Por fin se impuso el silencio, nos agruparon y anduvimos en filas por largos pasillos de azulejos altos y antiguos. Nos fueron metiendo en las aulas.  “Infima A”, era la mía. Estaba llena de pupitres de madera con manchas de tinta negra y descolorida y tenía una larga hilera de percheros al fondo para dejar los abrigos.

El profesor, bajito, regordete y con bigote, se llamaba Don Agustín. Se puso las gafas, alargó el brazo y pasó lista como si de un edicto se tratara. Teníamos una nueva identidad. No teníamos nombre. Sólo teníamos apellido. Había muchos que sonaban grandiosos y figuraban con sus correspondientes Títulos nobiliarios en un librillo, El Catálogo, con sus tapas azul grisáceo que se publicaba anualmente, en el que aparecían también los nombres de los padres y el domicilio familiar.

Durante la clase  no entendí casi nada de lo que decía D. Agustín. Cada poco gritaba ¡Silencio! Y luego ¡Cállense! Y eso que hablábamos bajito para comentar nuestras primeras impresiones de todo aquello. Yo estaba pendiente de los agujeros negros para los tinteros de los pupitres, que tenían una tapa negra que se levantaba y sonaba mucho al cerrarse de golpe. Hicimos un dictado en un papel de block de cuadritos de muelle que se arrancaba luego para entregarlo. Me pareció que todo aquello sonaba a “importante”. Todo eran descubrimientos y yo me iba familiarizando con cada nueva situación, intentando dilucidar la trascendencia de cada cosa.

En el recreo me hice mi primer amigo, un niño delgadito y muy movido que me enseñó las reglas del fútbol. Lástima que olvidó mencionar que en el segundo tiempo se cambian las porterías, lo cual me llevó a colarle tres goles con increíble facilidad a mi propio equipo sin entender porque me increpaban cada vez que chutaba a portería.

Salí bien parado… de milagro y me preguntaba porque se enfadaban tanto, en vez de alegrarse por esos goles. Me pareció que eso del fútbol albergaba algún misterio que se me escapaba y que no era tan fácil como pensé en un principio.

Empecé a charlar con unos y con otros. Todos hablábamos de nuestros padres. Me chocó mucho que hubiera tantos niños que decían “mi padre no trabaja”. Yo me preguntaba de  qué vivirían sus familias. “De las fincas”, me decían. Yo veía a mi padre trabajar con entusiasmo en casa antes de cenar escribiendo artículos, libros y preparando conferencias y me preguntaba porque él no había encontrado esa fórmula tan estupenda de vivir sin trabajar.

Descubrí otro universo en la clase de Francés: Monsieur Roger du Genest, el profesor, era un hombre alto y delgado, con manos de largos y huesudos dedos, cara adusta  con pómulos marcados que casi ocultaban unos ojillos oscuros y perdidos en las cuencas casi vacías de aquel cráneo largo y estrecho, casi fantasmagórico.

Tenía un bigotillo corto y ralo y me recordaba a unos dibujos de D. Quijote que había en un libro muy gordo que teníamos en casa. Intuía que tanta delgadez venía de penalidades del pasado cuando los pantalones de paño grueso que llevaba bailaban como suspendidos en el aire, sin llegar a revelar sus huesos, cuando paseaba por la tarima.

Años después conocí su historia. El pertenecía a la nobleza francesa y tenía título de Barón de un nombre muy rimbombante que no consigo recordar, algo así como  “De la Rochefoucaud”.

Durante la invasión de Francia por las tropas alemanas, en la segunda guerra mundial, la mayoría de la nobleza francesa se alineó con el Mariscal Petáin, el héroe de Verdún, al que los alemanes pusieron como Jefe del Estado en Vichy para promover el “colaboracionismo”. Tras la liberación por los aliados y la toma de poder por De Gaulle, este no tuvo reparo alguno en encarcelar a los “colaboracionistas” que apoyaron al régimen de Vichy, entre los que se encontraba Don Rogelio con su Baronía por delante.

Así fue a dar con sus huesos en la cárcel donde, para matar el hambre,  desarrollo un método de enseñanza del francés uniendo dibujos que hacía con tiza en las paredes de su celda, con los sonidos de las palabras y de las frases. Al término de su condena se vino a España al igual que muchos ex prisioneros del Gaullismo, como otro profesor de francés, el de “Infima B”, Monsieur Maurice Bekaert. Este era un auténtico nazi belga cuyos sopapos y reglazos en los dedos de sus alumnos le hicieron famoso por su sadismo. D. Rogelio y él se detestaban y se enviaban misivas portadas por infelices niños que de vez en cuando se llevaban un coscorrón de D. Mauricio por el sólo hecho de ser emisarios involuntarios de D. Rogelio.

Sin embargo D. Rogelio resultó ser un magnífico profesor. Nos hacía cantar un repertorio de canciones populares francesas y nos hacía estupendos dibujos en la pizarra con tizas de colores que nadie más que él tenía Eso de que los encerados pintados por D. Rogelio rebosaran de color era de mucho nivel y nosotros sentíamos que estábamos a la vanguardia de los sistemas de aprendizaje de idiomas con aquel remedo de método audiovisual primigenio. Además no teníamos que sufrir los ataques de ira de D. Mauricio con lanzamiento de los borradores de madera y fieltro que aterrizaban con la precisión de una V1 alemana en la testa de aquel que osara no prestarle atención. ¡Qué diferencia entre un método y otro!.

Recuerdo, eso sí, mi primera traducción del francés al español: El texto decía: L´enfant a pris un morceau de viande”. Y yo, ni corto ni perezoso, me dije: Este idioma está tirado. Y me descolgué traduciendo que “el elefante ha cogido una morcilla de carne” lo que me valió mi primer cate. Luego ya mejoré bastante porque el sistema de enseñanza de D. Rogelio hacía milagros.

Por las tardes teníamos Rosario en la capilla. Como aquello se me hacía interminable, opté por explicarle a mi compañero de banco como era la caza de la ballena, tras leer “Moby Dyck”, de Herman Melville, obra que que me impresionó mucho. El Padre Terol tan enjuto, encorvado y vigilante desde una esquina oscura de la capilla barría con sus ojillos los bancos como un radar y reparó en mi interesantísima descripción que ya había captado la atención y tenía fascinados a los de mi alrededor, precisamente en mitad de los misterios dolorosos.

Se acercó sigilosamente por detrás y me hizo un canutillo con la oreja derecha que me dejó escorado de dolor y a su merced. Me fue llevando a traspiés, hasta la puerta de la capilla y…fuera, expulsado por hablar y distraer a los demás durante la oración. Luego, reflexioné y llegué a la conclusión de que tenía que reservar mis explicaciones a los tiempos de los misterios gozosos o a los gloriosos para no terminar con la oreja dolorida y roja como un pimiento, como correspondía a los misterios esos, que por algo se llamaban dolorosos.

Sin embargo las Misas en latín eran otra cosa. A veces salían varios oficiantes en procesión con las casullas doradas y blancas, seguidos por un séquito de cruzados con banderas y lanzas, como una verdadera antesala de la Corte Celestial. Fui primero Cruzado y Congregante… ya un poco tardío

Cantábamos muy bien y teníamos un coro estupendo de la Escolanía del Colegio y desde el primer momento sentí que aquella Virgen con la corona de estrellas era mi Madre y por no ofenderla tomé más conciencia de que tenía que ser un buen niño, no hablar ni en filas ni en clase..y menos aún en el Rosario. Todavía me emociona verla en lo alto de esa capilla de Areneros que tantos recuerdos me trae.

Tampoco puedo olvidar a aquel paciente Hermano Hernández que nos enseñó en Ingreso a escribir sin faltas de ortografía y que hoy, habiendo olvidado todas aquellas reglas, hace perdurar la percepción de si esa palabra está o no bien escrita.

Con los años y la perspectiva del tiempo siento que aquellas vivencias siguen y forman parte de lo que soy. Los primeros años del Colegio con sus Premios de Catecismo que nos motivaban a aprendernos el Ripalda de memoria con sus escogidas metáforas como la de la Concepción de la Virgen “Como el rayo del sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo” entonadas con cancioncilla y tantas otras cosas desconocidas e irreconocibles en un mundo como el de hoy.

Supongo que con la edad los recuerdos son tesoros y los años que yo viví en el colegio con tantos y tan buenos compañeros y amigos que hoy perduran, no tuvieron ni las tensiones ni las dificultades que luego te reserva la vida, una vez metido en el rally de la jungla.  Por eso pienso disfrutar con este encuentro con aquel pasado que me hace sonreir al recordar.

jueves 21 de mayo de 2015

Fernando de Salas