Basado en un hecho real
Yo ingresé en el colegio de Areneros con ocho años y, por desgracia, no puede decirse que ese primer año en este colegio fuera agradable. Los horarios interminables –de nueve a siete de la tarde y sólo libre el jueves por la tarde y el domingo–, la disciplina tan estricta, y aquel ambiente arquitectónico tan tenebroso, no ayudaban demasiado.
En el curso de Medio, que fue en el que comencé, según ibas respondiendo a las preguntas te iban colocando en puestos más adelante o más atrás, así que nunca estabas tranquilo.
También existían los desafíos, con lo cual, si el que te desafiaba te ganaba, tenías que intercambiar tu puesto con el suyo. Una vez me desafió uno que era muy alto, aún recuerdo su nombre. Yo le hice una pregunta muy fácil que respondió al instante; y él una cuya respuesta no entendí ni cuando el padre me la explicó.
Por otra parte, si hacías algo en la clase que no le gustaba, el padre te podía pegar en los dedos con el puntero, tirarte de una oreja o castigarte de rodillas. A mí me castigó una vez y pasé muchísima vergüenza.
Y en ocasiones, cuando íbamos a la iglesia del colegio o a los comedores, veía pasar a niños de otro curso, también en sendas filas por las baldosas laterales del pasillo. Iban tristes y en silencio y sentía una gran pena por su situación.
El único día en que era feliz era el domingo, que lo pasaba en casa con mis padres y mis hermanos. Algún domingo iba al cine del colegio y al volver por la noche a casa siempre me entraba mucho desánimo contemplando cómo el fin de semana se había acabado.
Así que, entre unas cosas y otras, ya no me producía tanta alegría aprender como en años atrás. Pero, como decía, lo peor de todo era sentir que los días en el colegio se hacían eternos.
Una tarde pasé por delante de la clase de Ingreso, la del hermano Hernández. Había un silencio extraño. La puerta estaba cerrada y la clase vacía. Me detuve en la esquina, frente a la puerta, contemplando a través del cristal los pupitres y las sillas. Todo estaba en orden.
–¿Cuánto durará el colegio? –me pregunté. Y con los ojos cerrados empecé a calcular los años que aún me faltarían para salir de allí.
Entonces sucedió algo verdaderamente extraordinario.
Al momento vi que entendía lo que significaban aquellos quebrados con las letras x e y que había visto en las clases de los mayores. Quiénes eran en realidad Adán y Eva. La historia de la Iglesia Católica, la Inquisición, Franco, la Segunda Guerra Mundial.
Me vinieron a la cabeza los filósofos, los científicos. Galileo, Kant, Darwing, Fleming. Supe que el Universo comenzó hace muchos miles de millones de años y que quizás Dios no existía.
Comprendí que no era fácil ser feliz, que las personas sufrían, que el mundo no era justo. Que era fundamental tener un trabajo para poder llevar una existencia digna. Y también que la vida se pasaba rápido, que era importante vivir cada momento.
Y entendí muchas, muchas cosas más, que antes no habría sido capaz ni de imaginar y que me indicaban que un inmenso cambio se había producido en mi persona.
Pero lo que más satisfacción me causó fue pasearme por los largos pasillos del colegio, sabiendo que nadie me iba a llamar la atención. Así que, con esa tranquilidad, descendí por las escaleras hasta la planta principal, me dirigí hacia la puerta de salida y bajé hasta la calle.
Minutos después, sentado en el autobús, las sensaciones mágicas se habían desvanecido por completo. Hacía algo de calor, iba un poco adormilado y por el cristal vi a un señor en ropa deportiva, corriendo fatigado por la acera, quizás tratando de bajar algunos kilos.
Entonces recordé que el sábado nos íbamos a reunir unos cuantos amigos, en casa de uno de ellos, para ver el partido. Iba a ser una noche muy emocionante y me quedé varios minutos imaginando que al Madrid le salía todo bien y ganábamos la Décima.
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