Regreso al Futuro
Yuyo Mazarrasa
Nos pide Andrés colaboración a los exalumnos de los jesuitas, quinta del 65, por escrito y en ocasión del 50 aniversario del jubileo. Y digo yo, Aberas, que para plumas, la tuya, que muestra su temple en la soltura con que acumula ominosos adjetivos en la referida convocatoria dirigida a cualquier incauto de ese curso que quiera ejercitarse de plumilla. Al parecer, la iniciativa no había despertado hasta la fecha desmedido entusiasmo.
Lo que se nos pide es que pongamos por escrito nuestros recuerdos de una edad comprendida entre los seis y los dieciocho, que incluye mudanza de Argüelles a Chamartín. De Areneros nos despedimos cantando el himno que concluía «Por Cristo y España, caballero andante, si dura es la marcha, arriba está Dios.» En el nuevo colegio, lo primero que hicieron fue enseñarnos un himno nuevo, el de la Virgen del Recuerdo: «Bajo tu manto sagrado, mi madre aquí me dejó.» Qué le vamos a hacer. La verdad es que se estaba más a gusto con la madre de uno y en casa que en el Colegio, pero la adolescencia es una edad de crecimiento y aprendizaje y para eso se inventaron los colegios, para desasnarnos. El nuestro estaba regido por Jesuitas –maestros y maestrillos– hombres ensotanados y de semblante grave, que estaban allí por vocación, imponiendo sistema y disciplina. Nuestras madres quedaban en casa; ahora tocaba aprehender la noción metafísica de una Madre universal que seguiría velando por nosotros aún cuando la barquilla zozobrase en el proceloso océano que es la vida de un adulto en este mundo donde campea el Maligno. Así, como soldados de Cristo, en posesión de una fe imperecedera, estábamos programados para salir de allí más derechos que un huso y comprometidos con la Iglesia.
Volviendo a Recuerdo, con 67 tacos, sigo siendo capaz de poneros cara, uno a uno en mi mente, a todos mis compañeros de curso, aunque no sé si voy a ser capaz de reconoceros a todos con la jeta actualizada, porque la vida, ya se sabe, nos cambia mucho y la cara sigue siendo espejo de alma. Lástima que no esté el Wences para constatar el grado de ingenuidad y pureza que cada uno de nosotros pueda aún conservar a estas alturas. Esto en cuanto a vida espiritual, el ámbito propio del mencionado y de otros curas como el gran Peñita – padres espirituales, pastores del espíritu. Lo demás eran ciencias y venían con premio, que se expresaba como dignidad y se materializaba en forma de medalla colgada en el pecho — muy romano todo.
Los recuerdos afloran caprichosamente porque se guardan en un arca sentimental, archivados en la memoria según la intensidad del sentimiento de cada cual en un momento dado. Y son como las cerezas, que a veces tiras de una y sale toda una ristra de ellas del capacho, enganchadas por el rabo. Y ahora me pregunto si tendrá algo que ver con mi personalidad el hecho de que mis recuerdos me sirvan para filtrar, entre el montón de curas con los que tratamos, aquellos que hoy se me antojan como verdaderos aliados de mi infancia, coinciden en ser los más extravagantes, los más auténticos, por supuesto, objeto de parodias burlonas y de guasa cachonda por parte del siempre cruel alumnado. Eran viejos (mayores) pero sabían cómo manejarnos. Mi tríada invencible la formaron Cobos, Medina, Delgado.
Medina era un tocho de cura, corpulento, colorao y corto de estatura. Nos dio clases de Historia en segundo y en tercero con una voz metálica, marcial, imponente sin dejar de andar por entre los novedosos pupitres individuales de formica y sillitas a juego de las aulas de Recuerdo, sorteándolos, barriendolos con la sotana sin dejar de hablar con ímpetu e imperium. Que yo recuerde, la Historia, según Medina, es lo que tiene lugar entre Roma y Cartago. Este era el escenario. Por fin comprendía yo el enigma inicial que me asaltó el primer día de mi presencia en Areneros, cuando fuimos conducidos al aula donde cursamos Infima en pupitres compactos de madera, dos asientos por mesa, tarima y encerado ocupando toda la pared. A ambos extremos, sobre el encerado, dos signos bien visibles y permanentes, en uno pone ROMA y, en el otro CARTAGO. Luego, en algunas clases formábamos corro para recitar lecciones, dividido en dos bandos, el romano y el cartaginés, sin que nadie tuviera allí noción alguna sobre aquellos nombres. Padre Medina se encargó, años más tarde, de darle sentido a aquello, y desde entonces mi concepción del mundo y de la historia es la de un perenne enfrentamiento de fuerzas. Más o menos como en el mus.
Cobos era un genio incomprendido, sobre todo por sus alumnos, que sin embargo sabíamos como hacerle perder la paciencia. De vez en cuando emergía de una especie de ensoñación y decía alguna frase en latín, profería una amenaza a alumno díscolo, o citaba a Unamuno, padre del pensamiento, del que yo llegué a pensar que era otro jesuita. Pero la faceta más atractiva del padre Cobos era su vinculación al teatro, donde desplegaba una vitalidad asombrosa como director de escena. El nos dió la oportunidad a un grupo de alumnos de segundo para debutar como actores en el gran montaje de una adaptación de la zarzuela «Los sobrinos del capitán Grant» en el salon de actos de Areneros, que es un magnífico local. Y los de segundo constituimos el coro de vicetiples, que en la versión original era donde estaba el picante de la obra, pues lo formaban chicas muy bien dotadas. Pero padre Cobos nos vistió de marineritos en los actos primero y segundo, y de soldaditos con uniforme de época en el acto tercero. Suprimió simplemente a las mujeres del resto del reparto.
En el intermedio se proclamaron dignidades y se condecoró a los alumnos sobresalientes «en las artes, las ciencias y las letras.»
Padre Delgado era maestro de ciencias naturales, un tipo flaco y sublime capaz de enfrascar a toda la clase en una de sus historias, como en Beau Geste, que nos leyó por entregas, y con el brazo a medio extender como para darnos la bendición y la mano abierta, palma hacia el suelo, lo que hacía era imitar, ondulando todo su cuerpo, de pie sobre la tarima, el andar de los camellos sobre las dunas. En fin, un santuco que murió enseguida y mientras se iba yendo dejó que sus alumnos expoliasen sus herramientas, las colecciones didácticas de minerales, fósiles, insectos y mariposas. Ahora le veo como una especie de anacoreta del desierto en Chamartín, con un curioso y veraz desapego de este mundo. En la capilla ardiente, o de cuerpo presente, su rostro cetrino y ceruleo emergía de entre el sudario blanco con su expresión de siempre, beatífica. Allí vi lágrimas en muchos ojos de alumnos, estupefactos ante el hecho de su muerte. Pero a mí me resultó más sorprendente el primer fallecimiento de un compañero, Perez Holgueras, uno que sonreía y estaba lleno de inocencia, le habían (habíamos) puesto el mote de Soperas.
Espero que durante la liturgia (memento de difuntos), o por las buenas alguien nos ponga al día respecto a la nómina de compañeros difuntos, sin que sea necesario precisar otras especificaciones que nombre y fecha. Tal vez conste también en registro las circunstancias de cada muerte, aunque esos detalles, según dejó escrito Hesiodo, han de considerarse antes de cerrar la biografía de un hombre. Podríamos por ende sacar la curva estadística diferencial del destino individual de los alumnos ejemplares, empollones, dignatarios comparados con los torpes, los más golfos y aquellos que andaban siembre bordeando la expulsión por no acomodarse al molde jesuítico.
Y ahora, siguiendo la inercia de la tradición, nos van a reunir a los supervivientes y nos han pedido un ejercicio de redacción y 70 pavos.
Como éstos.
Exalumno XXXXX XXXXX, alias XXXXXX, también XXXXX, excruzado de la Eucaristía, corredor de fondo, hockey patines, fumador desde primaria.